En los últimos años, la música ha tomado fuerza como herramienta para unir comunidades y sanar heridas. A la luz de los recientes procesos de movilización social, la música protesta se ha convertido en una plataforma importante para darle voz a las luchas y demandas de las mujeres. Sin embargo, todavía existen grandes retos para aquellas artistas que se abren camino en medio de la industria musical, un entorno descrito con frecuencia como “hostil” para las mujeres.
Por: Daniela Quiñonez, Laura Ospina, María José Parra y Sandro Rodrigo Velasco
La música se detiene. La Ramona, cantante bogotana, interrumpe su performance en el Festival Gabo 2022 para darle voz a realidades presentes en la sociedad colombiana: el feminicidio y la violencia sexual. “Somos más que el dolor, somos fuerza de oro, aprendemos a luchar, somos más grandes que el lobo”, entona la artista. Este es un fragmento de su sencillo “Oro”, dedicado a la conmemoración y reivindicación de la lucha por la libertad y los derechos de las mujeres.
Fotografía: La Ramona
La Ramona, al igual que muchas artistas femeninas, ha encontrado en la música un lugar para profesar sus emociones, narrar sus historias y protestar contra injusticias de la sociedad que habita. El siglo XXI ha sido testigo del auge de los movimientos sociales, especialmente en América Latina, y la música no ha sido ajena a estos procesos. Como afirma Miryam Robayo, funcionaria de la Decanatura de la Facultad de Artes de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas, la música se ha convertido en un instrumento de denuncia que responde a las demandas sociales de la ciudadanía.
Estas piezas empapadas de reivindicación, justicia y reclamos sociales han recibido el nombre de canciones protesta. De acuerdo con Madelaine Palacios, licenciada en Relaciones Internacionales, su origen en América Latina se remonta a la nueva trova cubana, con figuras como Pablo Milanés y Silvio Rodríguez. Posteriormente, esta música social llegó a Chile y Argentina, donde, alrededor de la década de los setenta, los sindicatos de obreros comenzaron a cambiar las letras de cantos tradicionales para dar vida a himnos de protesta y solidaridad. Fue así cómo, gracias a su lenguaje auditivo, la música se convirtió en una de las formas preferidas para manifestar inconformismo, al permitir un intercambio de ideas rápido y directo.
En 1973, nació en Chile la canción “El Pueblo Unido” de Sergio Ortega y el grupo musical Quilapayún, en medio de la situación política polarizada que afrontaba el gobierno de Allende. Posterior a su derrocamiento por golpe militar, el himno “el pueblo unido jamás será vencido” se convirtió en un símbolo de la resistencia contra la dictadura de Pinochet, y permanece hasta el día de hoy como un emblema mundial de lucha y resistencia.
De manera similar, durante el estallido social que se vivió en Colombia en el 2021, los asistentes a las marchas entonaron cantos a una sola voz. Entre ellos se encuentra “Duque Chao”, una adaptación de la canción italiana “Bella Ciao”, que se convirtió en una insignia durante las manifestaciones. La canción original fue utilizada como método de protesta antifascista en la Segunda Guerra Mundial, y posteriormente en la serie La casa de papel.
De forma similar, en las protestas de Ecuador del 2022 se popularizó un canto que integra kichwa y español: “Ay, este pueblo no se ahueva ni de los chapas ni del gobierno. Ay si es de morir, moriremos en las calles resistiendo”. En América Latina, las melodías han empezado a jugar un papel importante a la hora de “darle voz a quienes en ocasiones no la tienen”, como menciona Marta Gómez, cantautora caleña.
Fotografía: Marta Gómez
La estrecha relación entre los cantos y los procesos de manifestación social conlleva a que la música evolucione a partir de las demandas sociales. Como sostiene Aníbal Fuentealba, investigador de la revista latinoamericana de estudios en música popular Contrapulso, la música es más que un reflejo o acompañante de lo social. Esta tiene la capacidad de producir transformaciones y articular la acción colectiva en contextos de protesta, al movilizar cuestiones afectivas, emocionales y racionales.
En los últimos años, las movilizaciones sociales de la región se han caracterizado por hacer énfasis en los movimientos feministas y de género. Este aspecto se evidencia, por ejemplo, en el movimiento #MeToo, iniciado en el 2017; las protestas a favor de la legalización del aborto, llevadas a cabo en Chile, Argentina y Colombia, y las protestas en México en contra de la ola de violencia contra las mujeres, a raíz del feminicidio de Debanhi Escobar. Las composiciones musicales no se han alejado de este viraje. Este es el caso de “Un violador en tu camino”, que nació en Chile en el año 2019 y se extendió por todo el mundo hasta convertirse en un himno del movimiento feminista, cuyo performance cuenta con 9.755.127 visualizaciones en YouTube.
Así, la música ha permitido construir vínculos con quienes la escuchan, trascendiendo las barreras socioculturales. Para Marta Gómez, “la música y el arte en general son armas [que] si las sabemos usar pueden ser muy potentes para destruir o construir”. Su canción “Para la guerra nada”, que nace de un sentimiento de rabia hacia la guerra, fue inspirada por el conflicto árabe israelí y se ha convertido en un himno del movimiento por la paz a nivel mundial. La canción cuenta con 2.244.551 reproducciones en Spotify y 636 mil en el video original de YouTube. Millones de personas han logrado relacionar su letra con los conflictos armados de los que ellos mismos hacen parte.
Sin embargo, la música protesta no sólo se limita a la expresión de malestares sociales, también se ha convertido en un medio para apoyar el cambio dentro de las comunidades. Para Katherine Ortega, profesora del Departamento de Música de la Universidad Icesi, la música es una herramienta de transformación y esperanza: “Tú llegas a un lugar hostil y difícil, en el que se sobrevive y subsiste. Y, de repente, el arte le muestra el camino a las personas que viven en ese entorno”.
Fotografía: Katherine Ortega
Lo mismo manifiesta Cynthia Montaño, cantautora y gestora cultural afrocolombiana. A sus doce años descubrió que la música es la “herramienta perfecta para trabajar con comunidades”, realizando talleres de música urbana para niños y jóvenes. Fue ahí donde vivió las problemáticas de estos grupos sociales y los territorios que habitan; comprendió que era indispensable para ella involucrarlas en su música, “porque son las narrativas del pueblo, ahí tienen que estar, eso es lo que inspira mi música”.
Ahora, seguir este camino en un contexto como el colombiano, donde se suelen callar las voces disidentes por medio de la violencia, no siempre es fácil. Esto se dificulta aún más para artistas que han sido víctimas de las brechas de género a lo largo de su trayectoria. “La industria de la música es muy agreste para las mujeres” menciona Mayra Franco, jefa del Departamento de Música de la Universidad Icesi.
Fotografía: Mayra Franco
Si ser colombiano y hablar de problemáticas sociales no es una tarea sencilla, ser mujer y hacer parte de esta industria es mucho más complejo. En palabras de Marta Gómez: “cuando somos mujeres nos toca demostrar más que a los hombres”.
En la Orquesta Filarmónica de Cali, Katherine Ortega vivió en carne propia las brechas de género. “Mañana niña allí no, mañana allí niño”, fue lo que dijo un director judío en frente de toda la orquesta, quien demandaba que su instrumento, el glockenspiel, fuera ocupado por un hombre, pues no soportaba ver a una mujer tocando percusión. Algo similar tuvo que afrontar Mayra Franco en su juventud, cuando se encontró con la idea de que “la percusión solo era tocada por los hombres, porque las mujeres no tenían la fuerza suficiente para tocar ese tipo de instrumentos. Eso me llevó a tener que validar mis habilidades ante la gente, todo el tiempo”.
Franco agrega que, si se es mujer y se quiere lograr algo en la industria musical, hay que “tener el cuero duro, bastante duro”, para afrontar las estructuras machistas que demeritan el trabajo producido por mujeres. No obstante, la brecha no es sólo social y cultural, también es salarial: “a las mujeres generalmente nos pagan menos que a los hombres, nos contratan menos. No por la calidad musical, sino simplemente porque somos mujeres” dice Cynthia Montaño.
Cabe mencionar que las experiencias en este medio, que se ha caracterizado por ser bastante machista, son diversas entre las artistas. Las barreras que pretenden limitar la participación de las mujeres en la música son más excluyentes con unas que con otras, dado que se da continuidad a los estereotipos y prejuicios presentes en el contexto, que afectan a las mujeres de manera desigual. Se han instaurado estándares de figura, fenotipo, color de cabello y tono de piel, que las artistas deben alcanzar para ser modelos exitosos de ventas en la industria. Esta exigencia es más fuerte para las mujeres que para los hombres, pues deben cuidar “desde el físico, hasta el show que tienen que brindar”, como afirma Cynthia Montaño.
Fotografía: Cynthia Montaño
Se creería que, al ser blancas, delgadas y sensuales, el camino hacia el éxito está asegurado. La realidad es otra, ya que, como asegura Marta Gómez, “aparte de cantar y componer, deben siempre demostrar que no están en el mundo musical por ser bonitas”. De esta forma se evidencia la hipocresía que prevalece en la industria musical, dado que la hipersexualización de las artistas se configura como una estrategia de mercadeo para impulsar las ventas, al tiempo que se exige a las mujeres probar su talento y méritos.
Ahora bien, a pesar de las dificultades que experimentan las artistas en la industria, el paradigma se está transformando. La Ramona, si bien reconoce que “hay un montón de problemas sistemáticos que hay que empezar a solucionar con urgencia”, tiene esperanza: “el próximo año, en el line-up del Festival Estéreo Picnic hay un montón de mujeres, sobre todo nacionales”. Al igual que ella, Marta Gómez manifiesta que, a pesar de las dificultades aún existentes en el campo de la composición, las mujeres “nos hemos ido abriendo un camino”.
Además de ser un instrumento de protesta, la música se ha convertido en un refugio para las mujeres, quienes logran sentirse identificadas con las experiencias y dificultades de ser mujeres en una sociedad profundamente machista. La música cargada con un sentido social, y más específicamente, la que busca reivindicar las luchas de las mujeres, hace un gran esfuerzo por transformar realidades violentas y produce un eco, un sentimiento de “no estoy sola”. El arte de contar historias a través de la música genera espacios de reflexión y aires de transformación, pese a que todavía hay un largo camino por recorrer respecto a los derechos y libertades de las mujeres.
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